dimecres, 26 d’octubre del 2011

Homenaje a Antoñete.

Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca.




tación para la performance de Xisco Bernal, como homenaje al torero Antoñete, el del mechón blanco, el torero de Madrid. Porque un torero, desde Lorca, siempre muere a las cinco de la tarde.)












CUERPO PRESENTE.



La piedra es una frente donde los sueños gimen

sin aguas curvas ni cipreses helados.



La piedra acoge simientes y nublados,

y esqueletos de alondra y lobos de penumbra.



Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.

Ya se acabó; ¿Qué pasa? Contemplad su figura.



Ya se acabó. La lluvia entra por su boca.

El aire como un loco entre su pecho hundido,



Aquí quiero ver yo a los hombres de voz dura.

Esos que doman a los caballos y a los ríos;

a los que les suena el esqueleto y cantan

con una boca llena de soles.



Aquí quiero verlos yo. Delante de la piedra.

Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.

Que me enseñen por dónde está la salida

para este capitán prisionero de la muerte.



Que me enseñen un llanto que sea como un río

de dulces nieblas y profundas orillas,



Que sea un llanto perdido en la plaza redonda de la luna.

Que sea una como niña doliente.



¡Que no le tapen la cara con pañuelos

para que se acostumbre a la muerte que lleva!

¡Vete, Ignacio, no sientas el bramido caliente!





LA COGIDA Y LA MUERTE.

(un coro en vivo o grabado, repite lentamente, gravemente, en voz muy baja pero in crescendo “a las cinco de la tarde/eran las cinco en punto de la tarde” hasta “el gentío rompía las ventanas”.)





Eran las cinco de la tarde,

las cinco en punto de la tarde.



Un niño trajo la blanca sábana.



La espuerta de cal estaba preparada.



Lo demás era muerte y solo muerte.



El viento se clavó en los algodones.



El óxido sembró cristal y níquel.



Ya luchan la paloma y el leopardo.

Y el muslo con el muslo desolado.



Comienzan los sones del bordón.



Los campanarios ya redoblan a muerte.



En las esquinas los grupos de silencio.



¡Nosotros solos corazón arriba!



El sudor frío fue llegando

y la plaza se cubrió toda de rojo.



La muerte sembró muertes en la herida.



Eran las cinco de la tarde.

Las cinco en punto de la tarde.



Un ataúd con ruedas es la cama.



Huesos y flautas suenan en su oído.

El toro ya mugía por su frente.



El cuarto se irisaba de agonía.



Ya viene a lo lejos la gangrena.

Trompa de lirio por las verdes ingles.



Las heridas quemaban como soles

y el gentío rompía las ventanas.



A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!







LA SANGRE DERRAMADA.



¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena.



¡Que no quiero verla!



Que mi recuerdo se quema.



¡Avisad a los jazmines

Los de blancura pequeña!



¡Que no quiero verla!



La vaca del viejo mundo

pasaba su triste lengua

sobre un hocico de sangres

deramadas en la arena,

y los toros de Guisando,

mitad muerte, mitad piedra,

mugieron como dos siglos

hartos de pisar la tierra.



No.

¡Que no quiero verla!



Por las gradas sube Ignacio

con toda su muerte a cuestas.

Buscó su perfil seguro,

y el sueño lo desorienta.

Buscaba su hermoso cuerpo

y encontró la sangre abierta.

Buscaba el amanecer,

y el amanecer no era.





¡Quién me grita que me asome!

¡No me digáis que la vea!



No se cerraron sus ojos

cuando vio la muerte cerca,

pero las madres terribles

levantaron la cabeza.

Y a través de las ganaderías,

hubo un aire de voces secretas,

mayorales de pálida niebla.

que gritando a los toros celestes,



No hubo príncipe en Sevilla

que comparársele pueda,

ni espada como su espada,

ni corazón tan de veras.



Como un río de leones

su maravillosa fuerza,

y como un torso de mármol

su dibujada prudencia.



Aire de Roma andaluza

le doraba la cabeza

donde su risa era un nardo

de sal y de inteligencia.



¡Qué gran torero en la plaza!

¡Qué gran serrano en la sierra!

¡Qué blando con las espigas!

¡Qué duro con las espuelas!

¡Qué tierno con el rocío!

¡Qué deslumbrante en la feria!

¡Qué tremendo con las últimas

banderillas de tinieblas!



Pero ya duerme sin fin.

Ya los musgos y la hierba

abren con dedos seguros

la flor de su calavera.



Y su sangre ya viene cantando:

cantando por marismas y praderas,

resbalando por cuernos ateridos

vacilando sin alma por la niebla,

tropezando con miles de pezuñas

como una larga, oscura, triste lengua,

para formar un charco de agonía

junto al Guadalquivir de las estrellas.



¡Oh blanco muro de España!

¡Oh negro toro de pena!

¡Oh sangre dura de Ignacio!

¡Oh ruiseñor de sus venas!



No.

¡Que no quiero verla!



Que no hay cáliz que la contenga,

no hay golondrinas que la beban,

que no hay escarcha de luz que la enfríe,

ni canto ni diluvio de azucenas,

ni cristal que la cubra de plata.



No.

¡Yo no quiero verla!





ALMA AUSENTE.



No te conoce el toro ni la higuera,

ni los caballos ni las hormigas de tu casa.

No te conoce el niño, ni la tarde,

porque te has muerto para siempre.



No te conoce el lomo de la piedra,

ni el raso negro donde te destrozas.

No te conoce tu recuerdo mudo

porque te has muerto para siempre.



Vendrá el otoño con sus caracolas,

Con sus uvas de niebla y sus monjes agrupados,

pero nadie te querrá mirar a los ojos,

porque te has muerto para siempre.



Porque te has muerto para siempre,

como todos los muertos de la Tierra,

como todos los muertos que se olvidan



No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.

Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.

La madurez insigne de tu conocimiento.

Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.

La tristeza de tu valiente alegría.



Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,

un andaluz tan claro, tan rico de aventura.

Mientras tanto yo canto tu elegancia con palabras que gimen

y recuerdo una brisa suave y triste por los olivos.

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